Desperté asustado tras un estallido sordo al interior. Un golpe silencioso y turbulento en
el medio de la noche, en el medio de mi cráneo, como si un mal presagio me
hubiese rozado el pelo desgreñado y grasoso.
Durante millones de instantes busqué el aire, la luz, lo
conocido. Era como la espuma y la arena de una ola recogiéndose.
Estaba muerto y recordaba:
-La tibieza del hogar, los sonidos de los niños, el olor a
comida y la respiración entrecortada de la casa. La voz musical y dos ojos
enormes mirándome, siempre mirándome. Todo había sido sólo un sueño.
Estiré mis brazos en esa espesura negra, traté de entender
como había llegado allí.
La soledad me clavó sus garras en los huesos de mi cara. El
pecho apretado, el aire confuso, traté de entender nuevamente donde estaba. Porque
no había nadie cerca.
La busqué, pero recordé que no estaba. Que la ilusión no
tiene nombre cuando es inalcanzable. Que el secreto es la mejor forma de no
existir.
Una marea de angustia me invadió. La tenaza apretó mi
garganta. Estaba muerto y recordaba.
Esto es la muerte. Recordar y recordar desde una tumba fría
e insensible. Tratar de correr hacia el amor y encontrarse con las paredes imposibles
de la soledad.
¿Como llegué aquí? No hay caminos por donde he venido, solo
un bosque oscuro e impenetrable.
El pasado es difuso, sólo dibuja fantasmas en la mente
delirante.
¿Estoy soñando desde mi muerte encefálica? ¿Son los últimos
impulsos de una mente apagándose en la corrupción biológica del olvido?
Me he condenado voluntariamente a esta muerte de instantes
nocturnos para siempre. Esta es mi eternidad.
Me busqué… Quizá toda la compañía que puedo esperar está en
mí, en alguna parte.
Aun sigo acurrucado bajo el poncho y el cielo sin estrellas.
No me lamento ya. Tampoco lloro.
Pero he iniciado este viaje sin retorno, hacia el lugar
donde van a morir los elefantes.
(Abril 2012)